“Una tierra que lo tiene todo y le hace falta todo.”

El miércoles 3 de enero de 2023, entrábamos en La Guajira -en Wayuunaiki: Wajiira-, uno de los 32 departamentos colombianos. Está situado al norte del país y pertenece al grupo de departamentos de la Región Caribe colombiana. Limita al norte y al oeste con el mar Caribe, al este con Venezuela; al sur con el departamento del Cesar y al suroeste con el departamento de la Magdalena. Su capital es Riohacha. Con temperaturas promedio entre 35 y 40 °C inferior a los mil metros de altura donde predomina el desierto.

Íbamos en un 4×4 en fila detrás de unos 10 coches. Al entrar a la ciudad de Uribia el conductor nos dice que compremos agua, galletitas y café. Preguntamos “¿Por qué?” “Para los niños, ahí ya depende de su corazón”. En el momento no entendíamos, no esperábamos lo que iba a llegar. Seguimos avanzando y en los paisajes que se veían por la ventana iba desapareciendo el verde y un amarillo anaranjado comenzaba a cubrir todo lo que alcanzábamos a ver. Azul y amarillo. Esos son los colores que me vienen a la cabeza, dos grandes bloques de color, divididos por esa línea horizontal que separa el cielo de la tierra a lo lejos.

De pronto, en la distancia, se veían siluetas de personas, personitas mejor dicho, que salían de las cabañas y se asomaban al camino por donde pasaba la fila interminable de todoterrenos. De los coches que iban delante de nosotras, empezamos a ver bolsitas de agua y paquetitos de galletas que caían de las ventanas. En el momento en que empezábamos a observar y prestar real atención a lo que sucedía fuera, aparecen dos niños, despeinados y llenos de polvo, tocando nuestras ventanillas. Como es costumbre aquí en Colombia, todas las ventas de los coches tienen los cristales tintados, por lo que estos niños ni siquiera ven a quien le están pidiendo cosas.

El conductor nos dice que bajemos un poco la ventana y les tiremos las dichosas bolsas de agua y las galletitas. No se paraba, el coche seguía en marcha. Según avanzábamos, los niños se iban multiplicando. Eran niños y niñas, solos o con las madres o las hermanas mayores. Se acercaban y pedían diciendo “mío, mío, mío”. Para ellos, somos extraños escondidos tras un cristal tintado y protegidos por inmensos carros. Para nosotros, espantosamente, parecía un safari.

El camino avanzaba y cada pocos kilómetros nos topábamos con algún obstáculo. El primer obstáculo eran barreras hechas de plásticos, telas rotas y viejas, y cualquier material con el que pudieses hacer un nudo. Estas “cuerdas” estaban sujetas por estos mismos niños. El carro avanzaba y los niños no soltaban hasta que estábamos prácticamente encima. Pedían agua, galletas o lo que tuvieses para disponible para darles. El conductor les daba algo y pasábamos. Por muchas no frenábamos. Por otras pedían cosas concretas. Pero estas pequeñas barreras, según nos adentrábamos en el desierto, al segundo o tercer día, tomaban seriedad, y ya no eran los niños quien las sujetaban sino hombres con la cara cubierta, que no pedían galletas sino café o dinero. Estas barreras no caían y era obligatorio frenar, y esperar. El segundo obstáculo era nuestra incredulidad.

Y en apenas tres días, lo que suele durar el recorrido clásico, te ves en un territorio hostil, con un clima que lo hace inhabitable y unas comunidades indígenas inobservadas. Regentan algunos hostales en los pueblos, y estadías en los ranchos. Sin embargo, en nuestro caso, de parte de la agencia -que es la única manera de entrar hasta Punta Gallinas y la Alta Guajira- recibimos la promesa de que los ranchos donde dormiríamos pertenecían a la comunidad y que parte del dinero que pagábamos se destinaria a ellos, turismo responsable y comunitario en base. Esta promesa fue incumplida y nos dimos cuenta de que tantos lugares donde los turistas descansaban, eran propiedad directa de las agencias, y no de la comunidad.

Por supuesto, los paisajes, las playas y la naturaleza te dejan sin palabras tanto por su belleza como su rudeza. Son ecosistemas ásperos y secos, de inmensos recursos naturales.

Entonces, ¿qué ha pasado en La Guajira? Para empezar, es uno de los departamentos más pobres de Colombia. Según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) los departamentos que tuvieron mayor pobreza monetaria en 2021 fueron La Guajira con 67,4 % seguido de Chocó con 63,4 %. Existe una tremenda corrupción política y una altísima explotación de los recursos naturales por parte de multinacionales. En La Guajira mueren cada año decenas niños por desnutrición. Sólo en la primera mitad de 2022 fallecieron 21 niños menores de cinco años por desnutrición o causas asociadas a esta, según el Instituto Nacional de Salud (INS).

En una época caracterizada por la interconexión, paradójicamente aumenta de forma desmesurada la distancia social que separa determinadas categorías de personas. Los medios de comunicación rompen las fronteras físicas con imágenes impactantes e información constante, pero la conexión entre las zonas en las cuales se vive la tragedia y las regiones “seguras” que observan el horror a distancia está separada e interrumpida por fronteras que inhiben la indignación y el sentido de responsabilidad.

Las fronteras morales son un mecanismo fundamental de la tanatopolítica, es decir, la gestión política de la muerte, porque legitiman prácticas institucionales y decisiones políticas que, si bien no matan directamente, se arrogan el derecho de dejar morir. (Buraschi, 2016)

Estas fronteras desaparecen en el momento que pones pie en el territorio. Cuando ves la realidad, no puedes dejar de verlo. La marginalidad más cortante y más agresiva. Es un viaje que nos deja la reflexión sobre la necesidad de poner en el centro lugares donde las personas parecen habitar “el fin del mundo”.

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